Cuando actuamos con responsabilidad y siendo conscientes de que todas las causas directas o indirectas de lo que nos acontece emergen de nosotros, no hay lugar para la queja.
Al adquirir este compromiso, pasamos a ser dueños de nuestro destino y nos implicamos en la vida.
Claro que es más fácil arrojar las culpas fuera y pensar que todo nos es adverso. Esa postura infantil está tan arraigada en nuestra cultura, que nos surge espontáneamente la llamada de atención.
Pero fijaros el poder que nos otorga, la responsabilidad de tener en nuestras manos cada acción que manifestamos, sabiendo que las respuestas estarán en consonancia.
Cuando me preparo para pintar, entro en un ritual en el que cada paso tiene su sentido. Es como una especie de mantra, que me conduce a una meditación en la acción. Primero preparo el color, amasando poco a poco los distintos pigmentos, añadiendo más agua o aglutinante, según el espesor que pretendo. Así surge el color exacto que deseo plasmar. Después preparo la tela, grapándola y tensándola sobre el bastidor. Frente a la tela en blanco entro en un estado, en donde únicamente me dejo sentir por movimientos que vienen de mi origen, para ir depositando colores y formas originales, que sólo desde ahí pueden construirse. Al final, lo que ha surgido es una obra de arte conectada, sin lugar a dudas, a la vida.
Pues la vida es exactamente eso, un ritual de preparaciones sobre lo que más tarde vamos a realizar.
¿Y tú qué prefieres, crear tu propia obra y hacer de tu vida arte, o convertirte en una reproducción seriada creada por otros?
La respuesta, aunque te cueste creerlo, sólo está en ti.